5.6.11

EL CUENTO DE JUNIO 2011

EL CAZO DE SAN LORENZO




Si prefieres ver la versión del cuento en pdf, haz click en este enlace:

http://www.apfem.com/comunicaciones%20de%20interes/el%20cazo%20de%20lorenzo..pdf

ELEGIDO POR INMACULADA CRESPO.

2.5.11

EL CUENTO DE MAYO

Energía alternativa


Existe una teoría. Cuando se origina suficiente excitación entre dos personas, y se consigue mantener en el tiempo, es posible llegar a generar energía. Sí, sí, energía de la que mueve cosas y hace que el mundo funcione. Se trata de la energía más barata y al mismo tiempo agradable que ha existido a lo largo de todos los tiempos. Lo complicado es encontrar la forma de almacenarla y conservarla para hacerla útil.
Imaginemos por un momento dos personas. Dos seres que no se conocen. El único nexo de unión entre las dos es un laboratorio experimental que está investigando la forma de absorber, almacenar y transportar esa supuesta energía que producimos los humanos en determinadas circunstancias.
Ella es amiga de la directora de la investigación. En un principio, cuando se lo proponen duda. Al fin y al cabo estando casada le resulta un poco extraña la situación. Pero le insisten en que siempre mantendrán la máxima discreción y además le viene bien el dinero ahora que está en paro. Él se ha ofrecido voluntario porque tiene mucho tiempo libre y le gusta colaborar con la ciencia. El único inconveniente que le encuentra es tener que desplazarse a Sevilla, pero lo ha hablado con su pareja y han decidido que tras la corta separación se tomarán juntos unas vacaciones para recuperar el tiempo. Les han puesto en contacto entre ellos solamente a través de un correo electrónico. El conocimiento previo forma parte de la investigación, es de esperar que la energía fluya más fácilmente si han dialogado anteriormente.
Pasan un mes escribiéndose. Se cuentan, se preguntan, indagan, se describen, se imaginan.
Surge entre ellos un buen entendimiento y descubren que se pueden llevar bien. Parece que todo está definitivamente en marcha.
Una mañana les llega el tan esperado aviso. La sala está lista y el tiempo de relación a distancia es suficiente. Ha llegado el momento de tomar contacto. Él coge el AVE a Sevilla. Ella vive allí, por lo que sólo necesita preparar la ropa para tres días, el tiempo que durará el experimento. La directora les espera en la entrada. Les acompaña a sus respectivas habitaciones y les explica en qué consistirá la prueba.
Al cabo de una hora, después de descansar y una vez que cada uno se ha arreglado como considera oportuno, pasan a la sala común a la que se accede desde las dos habitaciones. Él entra primero. Mira a su alrededor con tranquilidad. La luz es bastante tenue y la habitación está tibia. Recorre la sala con la mirada viendo el sofá, la mesa con dos sillas, el mueble con libros y los altavoces colgados del techo. Se escucha una música suave, ni muy lenta ni muy rápida, agradable. Camina hacia el centro de la estancia y se sienta en una silla, apoyando los brazos en la mesa. Parece cómoda, así que se siente a gusto.
Ella entra en segundo lugar. Cuando le ve se pone un poco nerviosa y no sabe muy bien qué hacer, pero en seguida se acerca a la mesa para saludarle. Él se levanta sonriendo y extiende el brazo hacia ella para indicarla que se acerque tranquila. Ella sonríe a su vez y se siente un poco más cómoda. Se dan dos besos y se miran sonrientes, nerviosos, atentos, intentando asimilar la primera visión de quien hasta este momento había sido únicamente una imagen figurada. Toman asiento uno frente al otro. Ella cruza los brazos sobre su pecho y él junta sus manos encima de la mesa cruzando los dedos, moviendo los pulgares en círculos. Se miran en silencio, y poco a poco dejan de mirarse para empezar a contemplarse. A medida que se observan se van sintiendo más distendidos.
Ella sonríe, cada vez más, le hace gracia la situación, y no puede evitar soltar una carcajada. Él ríe también y la tranquilidad parece instaurarse del todo entre ellos.
Saben que no deben hablar, es una de las instrucciones que acaban de recibir. Les cuesta mucho mantener el silencio ¡tienen tanto de que hablar! Hasta hoy lo único que habían hecho era conversar y ahora lo único que pueden hacer es mirarse. De momento.
Ella, por su naturaleza femenina, necesita más. Así que pasa de sólo fijarse a curiosear. Le da un poco de apuro, pero una vez decidida no vuelve sobre sus pasos. Alarga la mano y la pone sobre la de él.
Él ve acercarse la mano con lentitud, pero aun así se sobresalta, deja de sonreír, y se queda inmóvil, presenciando lo que es un primer contacto, como poco, extraño.
Al principio ella deja su mano quieta, liviana, sólo rozando ligeramente la de él. Pero poco a poco va moviendo los dedos sobre esa mano inmóvil. Los dedos son largos, finos, comparables a los de un pianista. Las uñas cuidadas. La piel es suave, muy suave. Y transmite calor. Empieza a acariciar con la yema del dedo índice su dedo corazón, desde la uña hasta el dorso de la mano y del dorso hasta la muñeca. Suave, despacio, de arriba abajo. Un escalofrío de placer recorre la espalda de él. Suspira.
Los dos miran la escena como si no hubiese nada más en el mundo que esas dos manos rozándose, conociéndose. Entonces levantan la mirada y sus ojos se encuentran de nuevo. Pero ahora es diferente. Ahora no se ven, no se miran, no se observan, simplemente se hallan, se notan, se sienten, se entienden. Ahora poco a poco se llenan el uno del otro.Él vuelve su mano y sus palmas quedan enfrentadas. Nota la humedad en la mano de ella, los nervios les hacen sudar. Se rozan las palmas con los dedos, muy suavemente, muy despacio, alargando cada movimiento, recreando cada sensación. Se miran, se recorren las manos, sus ojos no se rinden, siguen mirando fijamente, se rozan los laterales de los dedos, sienten como se eriza el vello de todo su cuerpo. Sus ojos empiezan a sentir calor, un calor excitante que se contagia a las mejillas. Las manos continúan descubriéndose, acariciándose insistentemente, no pueden dejar de hacerlo. Primero fue un impulso, luego un placer, ahora es una necesidad. Necesidad de seguir sintiendo caricias, experimentando placer. Necesidad de notar como la piel de la espalda siente la ropa sobre ella y desearía que el roce no fuese de un tejido sino de otra piel. Necesidad de sentir la piel de los muslos estremecerse. Necesidad de notar como ese calor de la cara se propaga por todo su cuerpo, colmándolo de pasión.
Pero saben que no pueden pasar de ahí, las instrucciones son claras: como mucho pueden tocarse las manos. Se contienen. Reprimen el ansia de acariciarse la cara, de levantarse y abrazarse. Y dedican toda su atención a lo único que les está permitido. Y se atraviesan con la mirada mientras sus dedos continúan indagando, escudriñando cada rincón de esas manos fascinantes, de esos dedos capaces de regalar tanto deleite. Su respiración se vuelve entrecortada y les falta el aliento. No existe nada a su alrededor, el mundo ha desaparecido. Sólo hay placer. Y ahora ya no querrían que les dejasen pasar de ahí. Ahora no pueden ni imaginar que les ordenasen hacer otra cosa que no fuese permanecer así, rozándose apenas. Ahora sólo son ellos, sólo su tacto, sólo sus ojos y su placer. Ese inmenso placer que ocupa tanto que parece que no van a poder soportar más. La sensación en su interior es casi dolorosa, pero la soportan.
Pasado un tiempo indefinido que para ellos ha sido infinito, él siente que el placer se le empieza a escapar, que no cabe en su cuerpo y necesita salir. En ese momento siente un impulso. Decide no frenar el capricho de estrechar el cuerpo de ella contra el suyo. Sin soltar su mano se levanta, rodea la mesa y tira ligeramente de ella acercándola a su cuerpo.
Se miran. Sonríen. Saben que están incumpliendo las normas. Se abrazan.Ahora el placer casi desgarrador, que se estaba convirtiendo en desasosiego, se transforma en gozo, en consuelo. Se sienten felices y calmados. De pronto se abre la puerta de la sala y entra la directora.
Ellos no se separan, no pueden. Saben que el experimento ha fracasado y tendrán que irse a casa. Pero sonríen con los ojos cerrados. Ahora nada les importa. La directora sonríe a su vez. Les toca en el hombro y le informa que el ensayo ha sido un éxito. Que en contra de todas las predicciones, no es necesario más tiempo ni más fases. Que la energía canalizada por sus cuerpos era tanta que no había cabido en los depósitos. Que ellos son los padres de la energía del futuro.

ELEGIDO POR ANA CABELLO

17.3.11

EL CUENTO DE ABRIL DE 2011


Felicidad en estado puro, bruto, natural, volcánico, que gozada, era lo mejor del mundo... Mejor que la droga, mejor que la heroína, mejor que la coca, chutes, porros, hachís, rayas, petas, hierba, marihuana, cannabis, canutos, anfetas, tripis, ácidos, lsd ,éxtasis... Mejor que el sexo, que una felación, que un 69, que una orgía, una paja, el sexo tántrico, el kamasutra, las bolas chinas... Mejor que la nocilla y los batidos de plátano... Mejor que la trilogía de George Lucas, que la serie completa de los Teleñecos, que el fin del Milenio... Mejor que los andares de Ally Mcbeal, Marilyn, la Pitufina, Lara Croft, Naomi Campbell y el lunar de Cindy Crawford... Mejor que la cara B de Abbey Road, los solos de Hendrix. Mejor que el pequeño paso de Neil Amstrong sobre la Luna, el Space Mountain, Papa Noel, la fortuna de Bill Gates, los trances del Dalai Lama, las experiencias cercanas a la muerte, la resurrección de Lázaro, todos los chutes de testosterona de Schwarzenegger, el colágeno de los labios de Pamela Anderson, mejor que Woodstock y sus fiestas mas orgásmicas...mejor que los excesos del Marqués de Sade, Arthur Rimbaud, Morrison y Castaneda... Mejor que la libertad... Mejor que la vida.


Fragmento de la película "Jeu d'enfants" (en su versión en español: "Quiéreme si te atreves" 2003)

ELEGIDO POR SONIA WANG 4º ESO D-2

20.2.11

EL CUENTO DE MARZO 2011

EL BUSCADOR
Esta es la historia de un hombre al que yo definiría como un buscador…
Un buscador es alguien que busca; no necesariamente alguien que encuentra.
Tampoco es alguien que, necesariamente, sabe qué es lo que está buscando. Es
simplemente alguien para quien su vida es una búsqueda.
Un día, el buscador sintió que debía ir hacia la ciudad de Kammir. Había aprendido a hacer caso riguroso de estas sensaciones que venían de un lugar desconocido de sí mismo. Así que lo dejó todo y partió.
Después de dos días de marcha por los polvorientos caminos, divisó, a lo lejos, Kammir, Un poco antes de llegar al pueblo, le llamó mucho la atención una colina a la derecha del sendero. Estaba tapizada de un verde maravilloso y había un montón de árboles, pájaros y flores encantadores. La rodeaba por completo una especie de pequeña valla de madera lustrada.
Una portezuela de bronce lo invitaba a entrar.
De pronto, sintió que olvidaba el pueblo y sucumbió ante la tentación de descansar por un momento en aquél lugar.
El buscador traspasó el portal y empezó a caminar lentamente entre las piedras blancas que estaban distribuidas como al azar, entre los árboles.
Dejó que sus ojos se posaran como mariposas en cada detalle de aquel paraíso multicolor.
Sus ojos eran los de un buscador, y quizá por eso descubrió aquella inscripción sobre una de las piedras:
Abdul Tareg, vivió 8 años, 6 meses, 2 semanas y 3 días
Se sobrecogió un poco al darse cuenta de que aquella piedra no era simplemente una piedra: era una lápida.
Sintió pena al pensar que un niño de tan corta edad estaba enterrado en aquel lugar.
Mirando a su alrededor, el hombre se dio cuenta de
que la piedra de al lado también tenía una inscripción. Se acercó a leerla. Decía:
Yamir Kalib, vivió 5 años, 8 meses y 3 semanas
El buscador se sintió terriblemente conmocionado.
Aquel hermoso lugar era un cementerio, y cada piedra era una tumba.
Una por una, empezó a leer las lápidas.
Todas tenían inscripciones similares: un nombre y el tiempo de vida exacto del muerto.
Pero lo que lo conectó con el espanto fue comprobar que el que más tiempo había vivido sobrepasaba apenas los once años…
Embargado por un dolor terrible, se sentó y se puso a llorar.
El cuidador del cementerio pasaba por allí y se acercó.
Lo miró llorar durante un rato en silencio y luego le preguntó si lloraba por algún familiar.
-No, por ningún familiar —dijo el buscador—. ¿Qué pasa en este pueblo? ¿Qué cosa tan terrible hay en esta ciudad? ¿Por qué hay tantos niños muertos enterrados en este lugar? ¿Cuál es la horrible maldición que pesa sobre esta gente, que les ha obligado a construir un cementerio de niños?
El anciano sonrió y dijo:
- Puede usted serenarse. No hay tal maldición. Lo que pasa es que aquí tenemos una vieja costumbre. Le contaré…:
“Cuando un joven cumple quince años, sus padres le regalan una libreta como esta que tengo aquí, para que se la cuelgue al cuello. Es tradición entre nosotros que, a partir de ese momento, cada vez que uno disfruta intensamente de algo, abre la libreta y anota en ella:
A la izquierda, qué fue lo disfrutado.
A la derecha, cuánto tiempo duró el gozo.

Conoció a su novia y se enamoró de ella. ¿Cuánto tiempo duró esa pasión enorme y el placer de conocerla? ¿Una semana? ¿Dos? ¿Tres semanas y media…?
Y después, la emoción del primer beso, el placer maravilloso del primer beso…¿Cuánto duró? ¿El minuto y medio del beso? ¿Dos días? ¿Una semana?
¿Y el embarazo y el nacimiento del primer hijo…?
¿Y la boda de los amigos?
¿Y el viaje más deseado?
¿Y el encuentro con el hermano que vuelve de un país lejano?
¿Cuánto tiempo duró el disfrutar de estas situaciones?
¿Horas? ¿Días?
Así, vamos anotando en la libreta cada momento que disfrutamos… Cada momento.
Cuando alguien se muere, es nuestra costumbre abrir su libreta y sumar el tiempo de lo disfrutado para escribirlo sobre su tumba. Porque ese es para nosotros el único y verdadero tiempo vivido”.

Jorge Bucay

ELEGIDO POR LINA AZAUSTRE

28.1.11

EL CUENTO DE FEBRERO 2011

BANQUET OF CLOTHES

The Hodja was invited to a formal banquet in the emir’s palace, but preoccupied with other thoughts, he forgot to dress up for the occasion. He got a cold reception and even the servants ignored him, “forgetting” to serve him his dinner. After a while he slipped out of the palace, returned home and changed into his finest clothes; put on an expensive silk robe, a jewelled turban and a furlined caftan and returned to the banquet. This time he received a hearty welcome and a tray laden with delicacies, but to the astonishment of his host and the guests present, he dipped his caftan into meat sauce, repeating over and over; “Eat my caftan-eat..Stuff yourself full.”
“Hodja, what are you doing?” his host queried him concerning about Nasreddin’s wellbeing.
“Why?”asked the Hodja, “it’s the clothes you’re feasting here not the men inside!”

EL BANQUETE DE ROPA

Hodja fue invitado a un banquete al palacio del emir, pero como estaba ocupado en otros pensamientos, se olvidó de vestirse para la ocasión. Lo recibieron con frialdad e incluso los criados lo ignoraron, “olvidando” servirle la cena. Al cabo de un rato se escapó del palacio, volvió a casa y se vistió con su ropa más elegante; se puso una túnica de seda cara, un turbante con joyas y un caftán adornado con piel y volvió al banquete. Esta vez tuvo una bienvenida calurosa y una bandeja repleta de manjares, pero para asombro de su anfitrión y de sus huéspedes presentes, él metió su caftán en la salsa de carne, repitiendo una y otra vez; “Cómete mi caftán-cómetelo…llénate.”
“Hodja, ¿qué estás haciendo?” le cuestionó su anfitrión preocupado por el bienestar de Nasreddin.
“¿Por qué? le preguntó Hodja, “¡aquí le estáis dando un banquete a las ropas no a las personas!”



ELEGIDO POR INMACULADA GAÑÁN

8.1.11

EL CUENTO DE ENERO 2011


El niño al que se le murió el amigo

Una mañana se levantó y fue a buscar al amigo, al otro lado de la valla. Pero el amigo no estaba, y, cuando volvió, le dijo la madre:

-El amigo se murió.
-Niño, no pienses más en él y busca otros para jugar.

El niño se sentó en el quicio de la puerta, con la cara entre las manos y los codos en las rodillas. «Él volverá», pensó. Porque no podía ser que allí estuviesen las canicas, el camión y la pistola de hojalata, y el reloj aquel que ya no andaba, y el amigo no viniese a buscarlos. Vino la noche, con una estrella muy grande, y el niño no quería entrar a cenar.

-Entra, niño, que llega el frío -dijo la madre.

Pero, en lugar de entrar, el niño se levantó del quicio y se fue en busca del amigo, con las canicas, el camión, la pistola de hojalata y el reloj que no andaba. Al llegar a la cerca, la voz del amigo no le llamó, ni le oyó en el árbol, ni en el pozo. Pasó buscándole toda la noche. Y fue una larga noche casi blanca, que le llenó de polvo el traje y los zapatos. Cuando llegó el sol, el niño, que tenía sueño y sed, estiró los brazos y pensó: «Qué tontos y pequeños son esos juguetes. Y ese reloj que no anda, no sirve para nada». Lo tiró todo al pozo, y volvió a la casa, con mucha hambre. La madre le abrió la puerta, y dijo: «Cuánto ha crecido este niño, Dios mío, cuánto ha crecido». Y le compró un traje de hombre, porque el que llevaba le venía muy corto.

Ana María Matute

ELEGIDO POR EDUARDO GARCÍA

26.11.10

EL CUENTO DE DICIEMBRE '10


EL PORTERO DE PROSTÍBULO

No había en el pueblo un oficio peor conceptuado y peor pago que el de portero del prostíbulo.
Pero ¿qué otra cosa podría hacer aquel hombre? De hecho, nunca había aprendido a leer ni a escribir, no tenía ninguna otra actividad ni oficio. En realidad, era su puesto porque su padre había sido portero de ese prostíbulo y también antes, el padre de su padre. Durante décadas, el prostíbulo se pasaba de padres a hijos y la portería se pasaba de padres a hijos.
Un día, el viejo propietario murió y se hizo cargo del prostíbulo un joven con inquietudes, creativo y emprendedor. El joven decidió modernizar el negocio. Modificó las habitaciones y después citó al personal para darle nuevas instrucciones. Al portero, le dijo: A partir de hoy usted, además de estar en la puerta, me va a preparar una planilla semanal. Allí anotará usted la cantidad de parejas que entran día por día. A una de cada cinco, le preguntará cómo fueron atendidas y qué corregirían del lugar. Y una vez por semana, me presentará esa planilla con los comentarios que usted crea convenientes. El hombre tembló, nunca le había faltado disposición al trabajo pero…..
Me encantaría satisfacerlo, señor - balbuceó - pero yo… yo no sé leer ni escribir. ¡Ah! ¡Cuánto lo siento! Como usted comprenderá, yo no puedo pagar a otra persona para que haga esto y tampoco puedo esperar hasta que usted aprenda a escribir, por lo tanto…
Pero señor, usted no me puede despedir, yo trabajé en esto toda mi vida, también mi padre y mi abuelo…
No lo dejó terminar. Mire, yo comprendo, pero no puedo hacer nada por usted. Lógicamente le vamos a dar una indemnización, esto es, una cantidad de dinero para que tenga hasta que encuentre otra cosa. Así que, lo siento. Que tenga suerte. Y sin más, se dio vuelta y se fue. El hombre sintió que el mundo se derrumbaba. Nunca había pensado que podría llegar a encontrarse en esa situación. Llegó a sí casa, por primera vez desocupado. ¿Qué hacer?
Recordó que a veces en el prostíbulo, cuando se rompía una cama o se arruinaba una pata de un ropero, él, con un martillo y clavos se las ingeniaba para hacer un arreglo sencillo y provisorio. Pensó que esta podría ser una ocupación transitoria hasta que alguien le ofreciera un empleo.
Buscó por toda la casa las herramientas que necesitaba, sólo tenía unos clavos oxidados y una tenaza mellada. Tenía que comprar una caja de herramientas completa. Para eso usaría una parte del dinero recibido. En la esquina de su casa se enteró de que en su pueblo no había una ferretería, y que debía viajar dos días en mula para ir al pueblo más cercano a realizar la compra. ¿Qué más da? Pensó, y emprendió la marcha. A su regreso, traía una hermosa y completa caja de herramientas. No había terminado de quitarse las botas cuando llamaron a la puerta de su casa. Era su vecino. Vengo a preguntarle si no tiene un martillo para prestarme.
Mire, sí, lo acabo de comprar pero lo necesito para trabajar… como me quedé sin empleo…
Bueno, pero yo se lo devolvería mañana bien temprano. Está bien.
A la mañana siguiente, como había prometido, el vecino tocó la puerta. Mire, yo todavía necesito el martillo. ¿Por qué no me lo vende?
No, yo lo necesito para trabajar y además, la ferretería está a dos días de mula.
Hagamos un trato
- dijo el vecino- Yo le pagaré a usted los dos días de ida y los dos de vuelta, más el precio del martillo, total usted está sin trabajar. ¿Qué le parece?. Realmente, esto le daba un trabajo por cuatro días… Aceptó. Volvió a montar su mula. Al regreso, otro vecino lo esperaba en la puerta de su casa. Hola, vecino. ¿Usted le vendió un martillo a nuestro amigo?
Sí. Yo necesito unas herramientas, estoy dispuesto a pagarle sus cuatros días de viaje, y una pequeña ganancia por cada herramienta. Usted sabe, no todos podemos disponer de cuatro días para nuestras compras.
El ex - portero abrió su caja de herramientas y su vecino eligió una pinza, un destornillador, un martillo y un cincel. Le pagó y se fue.
“…No todos disponemos de cuatro días para compras”, recordaba. Si esto era cierto, mucha gente podría necesitar que él viajara a traer herramientas. En el siguiente viaje decidió que arriesgaría un poco del dinero de la indemnización, trayendo más herramientas que las que había vendido. De paso, podría ahorrar algún tiempo de viajes. La voz empezó a correrse por el barrio y muchos quisieron evitarse el viaje. Una vez por semana, el ahora corredor de herramientas viajaba y compraba lo que necesitaban sus clientes. Pronto entendió que si pudiera encontrar un lugar donde almacenar las herramientas, podría ahorrar más viajes y ganar más dinero. Alquiló un galpón.
Luego le hizo una entrada más cómoda y algunas semanas después con una vidriera, el galpón se transformó en la primer ferretería del pueblo. Todos estaban contentos y compraban en su negocio. Ya no viajaba, de la ferretería del pueblo vecino le enviaban sus pedidos. Él era un buen cliente.
Con el tiempo, todos los compradores de pueblos pequeños más lejanos preferían comprar en su ferretería y ganar dos días de marcha. Un día se le ocurrió que su amigo, el tornero, podría fabricar para él las cabezas de los martillos. Y luego, ¿por qué no? Las tenazas… y las pinzas… y los cinceles. Y luego fueron los clavos y los tornillos…..
Para no hacer muy largo el cuento, sucedió que en diez años aquel hombre se transformó con honestidad y trabajo en un millonario fabricante de herramientas. El empresario más poderoso de la región. Tan poderoso era, que un año para la fecha de comienzo de las clases, decidió donar a su pueblo una escuela. Allí se enseñaría además de lectoescritura, las artes y loas oficios más prácticos de la época. El intendente y el alcalde organizaron una gran fiesta de inauguración de la escuela y una importante cena de agasajo para su fundador. A los postres, el alcalde le entregó las llaves de la ciudad y el intendente lo abrazó y le dijo:
Es con gran orgullo y gratitud que le pedimos nos conceda el honor de poner su firma en la primer hoja del libro de actas de la nueva escuela.
El honor sería para mí - dijo el hombre -. Creo que nada me gustaría más que firmar allí, pero yo no sé leer ni escribir. Yo soy analfabeto.
¿Usted?
- dijo el intendente, que no alcanzaba a creerlo - ¿Usted no sabe leer ni escribir? ¿Usted construyó un imperio industrial sin saber leer ni escribir? Estoy asombrado. Me pregunto, ¿qué hubiera hecho si hubiera sabido leer y escribir?
Yo se lo puedo contestar
- respondió el hombre con calma -. Si yo hubiera sabido leer y escribir… sería EL PORTERO DEL PROSTIBULO

Jorge Bucay de “Déjame que te cuente”

ELEGIDO POR Francisco Fernández Pedregosa, padre de Cristina Fernández Gañán (4º D)


23.10.10

EL CUENTO DE NOVIEMBRE '10

EL ÁLBUM

Entraron aprisa en el café y se sentaron. La impaciencia les encendía los ojos al dejar el paquete sobre la mesa. Ella, apenas sentada, comenzó a abrirlo, mirando con amor, alternativamente, la cinta roja sobre el papel y el rostro de él con ligero orgullo protector y expectante.
-¿Qué van a tomar?
-Café con leche. ¿Y tú?
-Lo mismo.
En la mesa apareció con pastas de color azul marino, como el traje de los días señalados, el álbum de las chocolatinas. Era un gran día. Habían hablado de él como se ha
bla de cuando llegará un niño. Aquel álbum representaba el tesón del novio en su niñez, que había reunido una estampita tras otra hasta cubrir todas las ventanillas sin paisaje de aquel libro difícil.
Sus compañeros de colegio -él lo recordaba- habían dejado en el álbum huecos de desamor y desidia. Y el álbum, ahora flamante sobre la mesa, mostraba la solicitud en el tiempo de un hombre cuidadoso, fiel toda su vida a sus más inocentes alegrías, al objeto de su ilusión más nimia. Para la novia, aquel álbum implicaba tesón y constancia. Tenían sobre la mesa el café con leche del amor humilde, pero tenían también dentro del libro las maravillas todas del Universo, y se pusieron a deshojarlas con lentitud amorosa, como si en ello les fuera su felicidad, el sí o el no.
-No: hoy "Las Mariposas", no -decía ella con tremendo gozo-. Hemos visto ya "Los Grandes Inventos".
Cada hoja les aproximaba, día tras día, un poco más. El día de "Las Mariposas", ella balanceó sus pestañas en el aire hacia un hombre joven que estaba enfrente sentado, y él -el novio- tuvo celos. Pero ella ni había mirado siquiera a aquel hombre: quería simplemente mariposear con sus finas pestañas. El día de "Las Aves Domésticas" proyectaron un canario naranja transparentándose en el hogar que tendrían, en la ventana con sol: "Mejor, blanco", insinuaba él. "No, tiene que ser naranja", decía resuelta ella, entornando los ojos como si le dañara el agridulce color del pájaro.
En "Las Aves Exóticas" pusieron sobre el pelo de ella, suave, un sombrerito atrevido de vistosas plumas en una tarde con risa en el mundo, y champaña y "confetti". En "Flores para Regalo" él la obsequió con doce tulipanes para que no olvidara alguna cosa. Al llegar a "Animales Prehistóricos", tuvo ella miedo y se acercaron más. Él quiso continuar más días viendo "Los
Animales Prehistóricos", pero ella se negó y entró en la hoja rutilante de "Las Piedras Preciosas". Ante "Las Piedras Preciosas" él anduvo receloso por sentimiento atávico. Veía en los ojos de ella cierta cortesana desfachatez, ciertas desmesuradas pretensiones, que le tuvieron en desazón toda la tarde y que interpuso entre ellos una pastosa frialdad anfibia. En "Las Algas" enredaron sus dedos, manos, brazos, miradas y palabras. Con "La Evolución del Automóvil" lo pasaron bien, dieron saltos y frenazos bamboleantes sobre sus sillas. Con "Las Fieras" se identificó ella de tal forma, que los ojos se le llenaron de instinto y él se encontró como un domador trágico que de un instante a otro podía perecer. Con "La Fauna del Mar" cruzaron una y otra vez por los ojos de él y de ella los peces cariñosos, perezosos, suaves, del amor, y estuvieron pasando toda la tarde mansa, humildemente. Al llegar a "Las Frutas", ella, con un rubor, posó su mano sobre las manzanas para que él no tuviera ningún pensamiento avanzado, para que no pensara como Adán.
Terminaron el álbum, y estaban tostados y palpitantes como después de un largo viaje. Era como si volvieran con los mismos recuerdos de una luna de miel respetuosa. Ella esperó todos los días -sobre todo el último- a que él dijera: "El álbum para ti, te lo regalo." Pero no lo hizo. Llenar aquel libro de cromos había sido la gracia de su niñez, le había proporcionado entrada de honor en todas las visitas. Y cogió su álbum y se lo guardó. Ella, de haberlo tenido, le habría devuelto su regalo en palabras llenas de entendimiento y colores, en experiencia del mundo, en primores de planta y honduras de mar. Pero así las tardes fueron enfriándose, se aburrían y hacían tos de las palabras rotas. Y un día ella -que se había enamorado de aquel álbum- le dijo adiós a él. Y él tendrá que sacarlo de nuevo en su vida, cuando llegue la hora, sin atreverse a regalarlo nunca.

Medardo Fraile (1925)

ELEGIDO POR EDUARDO GARCÍA

8.10.10

EL CUENTO DE OCTUBRE '10


Dos buenos amigos que viajaban por el desierto, Abdul y Ahmed, discutieron sobre el lugar donde debían pasar la noche. Abdul se sintió molesto por la discusión y escribió en la arena: “Mi mejor amigo me ha ofendido”.

Al día siguiente, los dos decidieron bañarse en un oasis cercano. Abdul sintió un mareo y estuvo a punto de ahogarse; Ahmed se lanzó al agua y lo salvó. Cuando Abdul recobró el aliento, grabó en una piedra: “Mi mejor amigo me ha salvado la vida”. Ahmed, intrigado, le preguntó:

-¿Por qué ayer escribiste en la arena y hoy escribes en una piedra?

-Porque los enfados deben escribirse en la arena para que se los lleve el viento del olvido. Pero los buenos momentos debemos grabarlos en la piedra para no olvidarlos jamás.

CUENTO POPULAR ÁRABE


ELEGIDO POR GLORIA GARCÍA

30.5.10

UNA REFLEXIÓN PARA DESPEDIR EL CURSO 2009-10


"La libertad no es un estado sino un proceso; sólo el que sabe es libre, y más libre el que más sabe. Sólo la cultura da libertad. No proclaméis la libertad de volar, sino dad alas; no la de pensar, sino dad pensamientos. La libertad que hay que dar al pueblo es la cultura. Sólo la imposición de la cultura lo hará dueño de sí mismo, que es en lo que la democracia estriba."

Miguel de Unamuno (1864-1936)

ELEGIDO POR MARÍA GIMÉNEZ PADILLA

EL CUENTO DE JUNIO


Petete

Para ejemplo de fígaros rurales, Petete, el barbero del pueblo, un torrecampeño más fino que la seda. De él se cuenta que un día entró en su barbería un forastero a que lo afeitara. Como el hombre tenía bastantes arrugas en la cara, la navaja no apuraba bien. Petete le dio una bellota brillosa que tenía en la repisa del espejo y le dijo: “Métase usté esto en la boca y lo va poniendo pa donde yo afeite ques pa planchar las arrugas”. Obedeció el forastero celebrando mucho la idea del rapador y se ve que era persona de luces que sabía apreciar las industrias de la sencilla gente de los pueblos porque al pagar dejó buena propina y, cuando ya se calaba el sombrero para salir a la calle, se volvió y le preguntó campechanamente a Petete: “Oiga usté, ¿y nunca se la ha dao el caso de que un cliente se trague la bellota?”. “Muchas veces -respondió el barbero con seráfica sonrisa-, pero como en este pueblo somos muy honraos y nos conosemos tos, cuando alguno se la traga me la trae siempre al otro día”.

JUAN ESLAVA GALÁN (1948)

ELEGIDO POR ANA MORENO

2.5.10

EL CUENTO DE MAYO

Creo, vieja, que tu hijo la cagó


Juan Antonio Felpa era de talante tranquilo, pero resolvió asegurarse el sueño de la noche previa a la del día del partido con medio somnífero porque estaba inquieto, y no le faltaba razón. El hábito lo despertó a las siete de la mañana, e instantáneamente un cosquilleo nervioso en el estómago le anunció que era domingo, día de fútbol, y decidió quedarse un poco más en la cama a pensar en el partido. Consumió varios minutos parando penaltis en idénticas versiones. Era su sueño favorito, su fantasía recurrente: 0-0 faltando un minuto y penalti en contra; silencio expectante, miradas de ojos grandes, intuición exacta y él en el aire abrazado a la pelota y otra vez él en el suelo sintiéndose dueño de los aplausos, responsable de la catástrofe diminuta que sufrían las emociones de cientos de aficionados; 0-0 final. A veces imaginaba lo mismo con ventaja de 1-0 para su equipo, pero esa historia le gustaba menos porque tenía que repartir la gloria con el compañero que había marcado el gol. A Juan Antonio Felpa, obrero de Fábricas Unidas y portero del Sportivo Atlético Club, se le dibujaba una sonrisa estúpida cuando paraba penaltis mentalmente, aunque él no se daba cuenta. Se acordó del tiempo con la preocupación de un agricultor; saltó de la cama y se fue hasta la puerta rogando que no lloviera, Aquel 16 de septiembre de 1964, la primavera se había adelantado cinco días al calendario. Era una mañana irreprochable. Ese sol que invitaba a vivir le recordó, la enfermedad de su padre: "Día peronista", hubiera dicho él. Luego pasaría a visitarlo para hacerle olvidar por un rato la tristeza de perderse el clásico. Entró a la humilde cocina a tomarse un té, como era su costumbre dominguera, sin poder sacarse el partido de la cabeza. Clavó la vista en un poster arrugado de Amadeo Carrizo que había pegado años atrás en la pared. Sin haberlo visto nunca jugar, había sido siempre hincha del River Plate. Buenos Aires estaba a muchos kilómetros y a muchos pesos de distancia, pero él idealizaba la trayectoria del equipo capitalino y la de su portero legendario a través de la radio y de la revista El Gráfico. Como admirar es identificarse, Felpa se sentía el Carrizo del pueblo, le emulaba algunos gestos y hasta había conseguido una gorra a cuadros parecida a la que el portero riverplatense usaba para defenderse del sol. "Grande maestro", le murmuró Juan Antonio a la foto de Amadeo en el preciso instante en que su mujer, con ojos todavía dormilones, entraba en la cocina:
-Hablás solo.
-No, pensaba.
Recibió el beso cariñoso y joven de Mercedes y los dos hablaron durante largo rato de simples cosas suyas.
Juntos escucharon a Johnny Lambard anunciando el partido: "A las cinco de esta tarde, en el campo comunal, Sportivo y Argentino de Las Parejas se juegan el título de Liga en el partido más esperado del año". Esa voz emotiva, que paseaba en un coche lento y que era ampliada por dos grandes altavoces ubicados sobre el techo, lograba que Felpa se sintiera importante. Piel de gallina se le ponía.
HONOR EN JUEGO

Todavía faltaban cinco partidos para que terminara el campeonato, y los dos equipos que dividían el pueblo -los celestes del Argentino y los verdirrojos del Sportivo- compartían el primer puesto de la Liga Cañadense de Fútbol. Esa tarde ponían el honor y la vergüenza en juego para definir de una vez por todas quién era quién en la Liga.
Desde hacía una semana no se hablaba de otra cosa. Circulaban las apuestas, se espesaban las bromas y los más impacientes ya se habían cruzado algún puñetazo. Estaba clarito en el ambiente que lo que se jugaba era el clásico más importante de los últimos tiempos.
-¿Qué tal en la fábrica? -preguntó Mercedes.
-Y... esta semana, ya sabés, los muchachos me volvieron loco.
Orgulloso, Juan Antonio le contó a su mujer, entre otras cosas, que el patrón, palmeándole la espalda, le había dicho: "Juan, el domingo te tenés que portar, ¿eh?".
Felpa era un buen tipo, de 26 años, casado no hacía mucho tiempo y con un niño de meses. De gustos sencillos, querido y popular, era de esa clase de hombres que teniendo poco no necesitan más. Se vistió con ropa de domingo, revisó la bolsa de deportes, olió con ganas y sin ruidos la habitación del hijo dormido y se despidió de su mujer sin mucha ceremonia.
En el sanatorio San Luis, sentado en la cama donde convalecía su padre de una operación estomacal, recibió con paciencia consejos futbolísticos. Recordaron aquel día que habían ido a cazar y Juan Antonio, con 10 años, salió corriendo y se tiró de panza sobre una liebre a la que el padre había apuntado y pretendía disparar con su vieja escopeta. La liebre se escapó y el imprudente proyecto de guardameta, que vivía abalanzándose sobre cualquier cosa, recibió una paliza de la que no se olvidaría nunca más. En esa época le empezaron a llamar Gato. Su padre, hombre de carácter fuerte, que amaba al Sportivo con la misma intensidad con que odiaba al Argentino, nunca estuvo de acuerdo con que su hijo fuera portero, y no sólo porque le espantaba las liebres, sino porque siempre había pensado que los porteros eran medio imbéciles. Pero quería tanto a su único hijo que mudó el prejuicio y terminó mirando los partidos desde detrás de la portería, aunque era más lo que molestaba con sus gritos que lo que respaldaba.
En la cama del sanatorio, don Jesús Eladio Felpa se sentía mejor, pero no poder ver ese clásico lo tenía algo excitado. Iba a tener que conformarse con abrir las ventanas de su habitación para interpretar los gritos que Regaran desde la cancha. A 200 metros de distancia era capaz de identificar, aguzando el oído, las jugadas peligrosas, el equipo que dominaba y, sin dudar, a qué equipo pertenecía el gol que se marcaba. Treinta y cinco años viendo al Sportivo le habían enseñado mucho. Su pobre mujer tenía que soportar en silencio el relato aproximado que don Jesús hacía de las jugadas.
Juan Antonio se fue a la sede del club llevándose una última recomendación paterna:
-Métanle cinco goles, así no hablan nunca más.

FABRICAR UN PENALTI

En el camino volvió a fabricar un penalti en la cabeza. Siempre se tiraba hacia la derecha y apresaba entre sus manos el balón que llegaba a media altura. "La esperanza es el sueña de los despiertos", escuchó un día.
En la sede encontró más gente que nunca y un clima prebélico. Las manos se le posaban en los hombros como mariposas brutas y contestó con una sonrisa los comentarios de siempre: "No te preocupes, que hoy ni se acercan...". A las cinco cerrará las persianas, ¿eh?...". "¿A quién le ganaron ésos?"... Llegó a la tranquilidad del restaurante y saludó a sus compañeros, la mayoría de pueblos y ciudades cercanas a los que no veía desde el domingo pasado. Eran buena gente, pero él envidiaba la capacidad que tenía el Argentino para formar jugadores del pueblo. El Tano Perazzi lo explicaba bien: "Los del pueblo juegan por la camiseta, y los de afuera juegan por la plata". Pero siempre había sido así, y, la verdad, mucha plata no había.
Comieron carne asada con ensalada, y después la Bruja Mirage, ex jugador y en aquel momento entrenador, dio la alineación y dijo las cuatro tonterías de siempre con tono de haber inventado el fútbol.
Los Felpa, padre e hijo, no lo tragaban porque nunca había defendido el fútbol local. Cuanto de más lejos le traían los jugadores, más contento estaba. Además, jugaba sin wines, y tácticamente se equivocaba mucho. Los dos solían acordarse del día en que el Negro Moyano lo saludó a los gritos en mitad del bar Victoria:
-¿Cómo te va, embrague?
-¿Por qué embrague? -preguntó el entrenador con poca prudencia.
-Porque primero metés la pata y después hacés los cambios -le soltó el Negro para que se riera todo el mundo.
Cómo sufrió el odio Mirage esa vez.
Los jugadores decidieron irse para la cancha distribuidos en cuatro coches particulares de directivos de la comisión de fútbol. Salieron por la puerta trasera para no darle oportunidad a los pesados. En el vestuario empezaron a respirar el clima del partido. Ahí adentro olía a fútbol. El partido estaba cerca, y afuera crecía el ruido. Apretados por los nervios, se vistieron, se masajearon e hicieran movimientos de calentamiento como si se tratara de un ritual.
El Gato Felpa, en un rincón, sólo movía los brazos y de vez en vez tiraba algún golpe al aire como los boxeadores. Se ponía rodilleras y unos pantalones cortos acolchados en las caderas para amortiguar los golpes de las caídas. No usaba guantes ni entendía cómo se podía atajar con ellos. Si alguien se lo preguntaba, había aprendido una frase que le gustaba repetir: "Me quitan sensibilidad". Los hierros entre los que trabajaba durante la semana habían modelado manos fuertes, y a él le gustaba sentir la pelota entre sus dedos. El equipo, como era su costumbre, hizo un corro y todos encimaron las manos sobre las del capitán para dar tres gritos de guerra que contribuían a darles confianza y a hacerlos sentir más juntos. De rebote, también valía para asustar a los del vestuario contiguo. Se fueron para el túnel, con música de tacos de cuero sobre el suelo y cuidando de no resbalarse en el cemento. Cuando asomaron la cabeza estalló la mitad roja-verde del campo. Los celestes ocupaban el lado opuesto y homenajearon a sus jugadores tres minutos después: Ahí estaba todo el pueblo. Era día grande, de esos que dejan hablando al pueblo durante semanas; banderas, papeles picados, bombos, matracas gigantes, cantos; no faltaba nada.
El sermón arbitral fue breve: "A jugar y a callar", dijo a los capitanes en el centro del campo antes de sortear las porterías.
El griterío de la gente y la emotividad de lo que estaba en juego dignificó en parte el fútbol pobre que se jugó en la primera mitad. Los dos equipos trataban de aprovechar el descuido del adversario, pero, eso sí, sin descuidarse. Se tenían miedo y estaban tensos, y eso, procesado futbolísticamente, da como resultado un partido trabado e impreciso.
Acertó don Jesús Eladio Felpa, en el sanatorio, cuando le resumió el primer tiempo a su mujer:
-Partido malo, vieja, ni ocasiones de gol crearon.
Se jugó mal, es cierto, pero se jugó en serio. Las piernas se metían fuertes y entre los jugadores se escucharon palabras duras.
El segundo tiempo pareció un poco más abierto, pero pisaron poco las áreas. Los dos equipos malograron alguna oportunidad, pero no fueron frutos de balones claros, sino de rebotes afortunados o de errores cometidos por piernas cansadas.
Pero de un clásico de pueblo nadie se va antes de tiempo. Certero otra vez don Jesús, le advirtió a su paciente mujer, faltando unos 15 minutos, que "todavía podía pasar cualquier cosa". En ese segundo tiempo, Juan Antonio se calzó la gorra, porque el sol estaba bajo y pegaba de frente. Sus pocas intervenciones las había resuelto con sobriedad, salvo aquella pelota que llegó combada y despejó por encima del travesaño tirándose para atrás. Una parada más espectacular que difícil. Desde atrás dio órdenes, animó a sus compañeros y en ningún momento perdió concentración. Hasta el momento de la jugada que nunca más olvidarían quienes estaban ahí, el partido no se había dado para que él se luciera.
Faltaban cuatro minutos para el final cuando el Gringo Santoni, siempre tan apresurado, despejó a córner sin necesidad. Había llegado ese momento en el cual los menos interesados miraban el reloj con ganas de que aquello terminara de una vez, los borrachos hablaban solos y los fanáticos estaban trepados a las vallas totalmente desencajados. El córner venía fuerte y el Gato Felpa, todo hay que decirlo, dudó en la salida y se quedó a mitad de camino. El Oso. Antuña, defensor central del Argentino, no necesitó saltar para cabecear seco al ángulo cruzado. El Enano Zárate, que con esa altura no podía marcar a nadie por arriba y que en los córneres era el encargado de cuidar el primer palo, supo instintivamente que con la cabeza jamás podía llegar a esa pelota, y la despejó de un manotazo. ¡Penalti!
Aquello calentó a los indiferentes, congeló a los fanáticos y hasta calló a los borrachos. El lado celeste de la cancha se puso de fiesta y la gente del Sportivo esperaba, inmóvil y muda, a que los dioses del fútbol les dieran una mano. Todo lo que estaba pasando se parecía mucho a la fantasía de Juan Antonio Felpa.


LA FE DE LOS HÉROES
El sol, del otro lado de la cancha, se había caído detrás de los cipreses, y Felpa, parado en el centro de la línea de meta, se quitó la gorra muy resuelto y la tiró adentro de la portería. Sintió un frescor agradable en la cabeza sudada y quizá por eso experimentó la fe de los héroes.
A 11 metros de distancia, el Beto Nieva ya estaba frente a la pelota. Se cruzaron una mirada huidiza; medio cómplice y medio asesina.
Juan Antonio Felpa flexionó levemente las rodillas y con los ojos fijos en el lanzador escuchó la orden del árbitro. Ya tenía la decisión tomada. Cuando el Beto golpeó la pelota, Felpa ya volaba en la dirección del sueño. Al lado del palo derecho, se abrazó a la pelota en el aire, y antes de caer al suelo sintió, como un relámpago, la alegría más grande de su vida.
Ahora era la mitad rojo-verde del campo la que se había puesto de fiesta al grito de "Felpa", "Felpa", "Felpa". Yo no sé lo que le pasó en ese momento, porque en 25 años nadie logró hablar con él del tema sin que se enfadara, pero para mí que esos gritos lo confundieron y eso lo llevó a tomar el camino más absurdo de su vida. Lo cierto es que se levantó del suelo endiosado, y queriendo prolongar ese momento mágico, cometió el error de ir a buscar la gorra dentro de la portería con la pelota debajo del brazo. El árbitro dudó antes de dar el gol, y el campo entero tardó en echarse las manos a la cabeza entre eufóricas risas celestes y sorprendidos lamentos verdirrojos. El extraño coro de murmullos que quedó flotando en el ambiente desconcertó a don Jesús Eladio Felpa, que había sufrido con el penalti ("hay que reconocer que fue justo, vieja") y se había alegrado con el paradón. Intuyó que algo malo había pasado, y con una mínima esperanza de haberse equivocado, miró a su santa mujer y le comentó entre triste y preocupado:
-Creo, vieja, que tu hijo la cagó.

JORGE VALDANO (1955)

4.4.10

EL CUENTO DE ABRIL

CHÁCHARAS DE NIÑOS

En casa del rico comerciante se celebraba una gran reunión de niños: niños de casas ricas y familias distinguidas. El comerciante era un hombre opulento y además instruido; a su debido tiempo había sufrido los exámenes. Así lo había querido su excelente padre, que no era más que un simple ganadero, pero honrado y trabajador. El negocio le había dado dinero, y el hijo lo supo aumentar con su trabajo. Era un homb
re de cabeza y también de corazón, pero de esto se hablaba menos que de su riqueza.
Frecuentaba su casa gente distinguida, tanto de «sangre», que así la llaman, como de talento. Los había que reunían ambas condiciones, y algunos que carecían de una y otra. En el momento de nuestra narración había allí una reunión de niños, que hablaban y discutían como tales; y ya es sabido que los niños no tienen pelos en la lengua. Figuraba entre los concurrentes una chiquilla lindísima, pero terriblemente orgullosa; los criados le habían metido el orgullo en el cuerpo, no sus padres, demasiado sensatos para hacerlo. El padre era chambelán, y éste es un cargo tremendamente important
e, como ella sabía muy bien.
-¡Soy camarera del Rey! -decía la muchachita. Lo mismo podría haber sido camarera de una bodega, pues tanto mérito hace falta para una cosa como para la otra. Después contó a sus compañeros que era «bien nacida», y afirmó que quien no era de buena cuna no podía llegar a ser nadie. De nada servía estudiar y trabajar; cuando no se es «bien nacido», a nada puede aspirarse.
-Y todos aquellos que tienen apellidos terminados en «sen» -prosiguió-, tampoco llegarán a ser nada en el mundo. Hay que ponerse en jarras y mantener a distancia a esos «¡-sen, -sen!» y puso en jarras sus lindos brazos de puntiagudos codos, para mostrar cómo había que hacer. ¡Y qué lindos eran sus bracitos! Era encantadora.
Pero la hijita del almacenista se enfadó mucho. Su padre se llamaba Madsen, y no podía sufrir que se hablara mal de los nombres terminados en «sen». Por eso replicó con toda la arrogancia de que era capaz:
-Pero mi padre puede comprar cien escudos de bombones y arrojarlos a los niños. ¿Puede hacerlo el tuyo?
-Mi padre -intervino la hija de un escritor- puede poner en el periódico al tuyo, al tuyo y a los padres de todos. Toda la gente le tiene miedo, dice mi madre, pues mi padre es el que manda en el periódico.
Y la chiquilla irguió la cabeza, como si fuera una princesa y debiera ir con la cabeza muy alta.
En la calle, delante de la puerta entornada, un pobre niño miraba por la abertura. El pequeño no tenía acceso en la casa, pues carecía de la categoría necesaria. Había estado ayudando a la cocinera a dar vueltas al asador, y en premio le permitían ahora mirar desde detrás de la puerta a todos aquellos señoritos acicalados que se divertían en la habitación. Para él era recompensa bastante y sobrada.
«¡Quién fuera uno de ellos!», pensó, y al oír lo que decían, seguramente se entristeció mucho. En casa, sus padres no tenían ni un mísero chelín para ahorrar, ni medios para comprar un periódico; y no hablemos ya de escribirlo. Y lo peor de todo era que el apellido de su padre, y también el suyo, terminaba en «sen». Nada podría ser en el mundo, por tanto. ¡Qué triste! En cuanto a nacido, creía serlo como se debe, pues de otro modo no es posible.
Así discurrió aquella velada.
Transcurrieron muchos años, y aquellos niños se convirtieron en hombres y mujeres.
Se levantaba en la ciudad una casa magnífica, toda ella llena de preciosidades. Todo el mundo deseaba verla; hasta de fuera venía gente a visitarla. ¿A cuál de aquellos niños pertenecía? No es difícil adivinarlo. Pero tampoco es tan fácil, pues la casa pertenecía al chiquillo pobre, que llegó a ser algo, a pesar de que su nombre terminaba en «sen»: se llamaba Thorwaldsen.
¿Y los otros tres niños, los hijos de la sangre, del dinero y de la presunción? Pues de ellos salieron hombres buenos y capaces, ya que todos tenían buen fondo. Lo que entonces habían pensado y dicho no era sino eso, chácharas de niños.

HANS CHRISTIAN ANDERSEN (1805-1875)

ELEGIDO POR ANA CABELLO Y GLORIA GARCÍA

26.2.10

LOS CUENTOS DE MARZO

DÍA INTERNACIONAL DE LA MUJER


Cenicienta la feminista
Había una vez una hermosa joven de nombre Cenicienta. Vivía, desde la muerte de sus padres, con su cruel madrastra y sus dos feas hermanastras, quienes la celaban y la trataban muy mal.
Cenicienta debía hacer la mayoría de los trabajos desagradables de la casa y recibía muy poco de los bienes materiales y del afecto de su familia. Esto porque la madrastra de Cenicienta envidiaba su belleza y el afecto especial que el difunto marido sintió por su hija.
Un día se anunció un acontecimiento fenomenal en el reino. El rey ofrecía un baile al que estaban invitadas todas las solteras disponibles. Ahí conocerían al príncipe, quien elegiría entre todas a su afortunada esposa.
En la casa de Cenicienta se empezaron a realizar los preparativos para el baile. La madrastra decidió que una de sus hijas debería ser la nueva princesa. Ella sabía que su fortuna se había reducido y no contaba con los atributos para un nuevo matrimonio. Su esperanza de un futuro confortable radicaba en las perspectivas matrimoniales de sus dos hijas. A Cenicienta se la obligó a trabajar sin descanso en el arreglo de sus hermanas. Ella, desesperada, le suplicó a la madrastra que la dejara asistir también. Pero ésta, más celosa que nunca por la belleza de Cenicienta, le negó el permiso y se encargó de que no contara con la ropa adecuada para la ocasión.
Tarde en la noche, dos semanas antes del baile, cuando el nerviosismo cundía en la casa, Cenicienta se sentó, triste y desconsolada, frente a la ventana de su frío y vacío cuarto a soñar con una mejor vida.
De repente se le apareció su Hada Madrina. Tenía el cabello gris, la mirada inteligente y le dijo: "Buenas noches querida, yo soy tu Hada Madrina". Después de oír la versión de Cenicienta, el Hada Madrina decidió convocar a las cuatro mujeres de la casa. Una vez reunidas, dirigió una sesión de terapia para analizar los problemas. Las mujeres empezaron a compartir sus sentimientos y temores. Cenicienta se enteró de que la envidia de sus hermanas se debía a las propias inseguridades con respecto a su capacidad de gustarles a los hombres. Las hermanastras oyeron las quejas de la heroína acerca de su soledad y de la falta de cariño que sentía. La madrastra pudo expresar que sus decisiones eran producto no de un genuino odio contra Cenicienta, sino de sus temores de envejecer y quedarse sin dinero.
Como resultado de esta sesión, Cenicienta y sus hermanas decidieron hacer ciertos cambios en vista de que no tenían resentimientos verdaderos. Todas aprobaron los siguientes acuerdos:
-Dejarían de depender de otros económicamente y trabajarían por la autosuficiencia del grupo.
-En vez de competir como fieras por los hombres, empezarían a vivir con más solidaridad.
-Desistirían de valorarse sólo por sus atributos físicos y éxitos con el sexo opuesto y se dedicarían a desarrollar su vida intelectual.
-No permitirían que su poder y posición social se determinara por su relación con el hombre aunque la sociedad así lo hiciera.
Para llevar a cabo esta política, las cuatro mujeres decidieron solicitar un préstamo al banco e iniciar un pequeño negocio de escobas. Las ventas fueron tan buenas que para el día del baile las cuatro habían adquirido las prendas para el acontecimiento.
Cuando ingresaron en el castillo, el príncipe se trastornó por la belleza de Cenicienta y corrió a sacarla a bailar. Se dio cuenta de que esta era la mujer de sus sueños y la mejor candidata para esposa. Sin embargo, al príncipe no le hizo mucha gracia enterarse de que Cenicienta pensaba matricularse en la Escuela de Derecho y unirse al Movimiento Republicano del Reino (M.R.R.), que pretendía una reforma constitucional y terminar con la monarquía y con la ausencia de democracia. Menos le entusiasmaría al príncipe oír de labios de Cenicienta que de casarse con él esperaba que la ayudara a cocinar.
Cenicienta se sintió la mar de aburrida con este hombre tan narcisista, que sólo hablaba de caballos y coches y optó por escabullirse y buscar a alguien más interesante en la fiesta.
El príncipe se encontró con Bárbara, la madrastra de Cenicienta y ésta, ante el asombro general, lo invitó a bailar. El monarca, sin salir aún de su conmoción, empezó a sentir una gran atracción por la atrevida dama. Se dio cuenta de que esta mujer, segura de sí misma, madura y de mucha experiencia, resultaba más interesante que todas las otras adolescentes juntas. "Huyamos, Bárbara –dijo él-, antes de que el rey se entere". Bárbara, que sentía que no podía abandonar su trabajo y su industria de escobas, decidió entonces realizar un viaje con el príncipe a Nueva York en el que combinaría el placer con los negocios. En esa ciudad tuvo su romance y pudo, al mismo tiempo, estudiar los nuevos modelos de escobas.
Cenicienta, por su parte, se matriculó en la Universidad y se fue a vivir con su hermanastra Emperatriz. Nuestra heroína decidió postergar sus planes matrimoniales hasta obtener su doctorado en leyes. Su hermana estudiaría karate y abriría una academia popular.
Su Hada Madrina fundó el albergue para hadas agredidas (A.M.H.A.). La hermana menor se casó con un bailarín de ballet que se había escapado de otro cuento de hadas en busca de mayor libertad artística.
Ambos recogerían fondos para apoyar a los vampiros que habían enfermado de sida por su trabajo en otros cuentos.
Todos vivieron felices y comieron perdices.

Adaptación de: JACOBO SCHIFTER de obra de LINDA TAYLOR

ELEGIDO POR JUANA PÉREZ-VICO



DE SU VENTANA A LA MÍA

Anoche soñé que le estaba escribiendo una carta muy larga a mi madre para contarle cosas de Nueva York, pero era una forma muy peculiar de escritura. Estaba sentada en esta misma habitación, desde cuyos ventanales se ve el East River, y lo que hacía no era propiamente escribir, sino mover los dedos con gestos muy precisos para que la luz incidiera de una forma determinada en un espejito como de juguete que tenía en la mano y cuyos reflejos ella recogía desde una ventana que había enfrente, al otro lado del río. Se trataba de una especie de código secreto, de un juego que ella había estado mucho tiempo tratándome de enseñar. (Como cuando me quería enseñar a coser y me decía que era cuestión de paciencia. “¿Ves cómo si te pones te sale bien? Mira, el secreto está en no tener prisa y en atender a cada puntada como si esa que das fuera la cosa más importante de tu vida.”)
Y la felicidad que me invadía en el sueño no radicaba sólo en poderle contar cosas de Nueva York a mi madre y en tener la certeza de que ella, aun después de muerta, me oía, sino también en la complacencia que me proporcionaba mi destreza, es decir, en haber aprendido a mandarle el mensaje de aquella forma tan divertida y tan rara, que además era un juego secretamente enseñado por ella y que nadie más que nosotras dos podía compartir.
Las culebrillas de mi mensaje pasaban por encima del East River, que arrastra trozos de hielo, por encima de los remolcadores y de los barcos de carga; esquivaban el choque de los helicópteros, se metían por debajo del Queensboro Bridge y llegaban indemnes a su destino. “Al fin, ¿lo ves cómo no era tan difícil?”.
La ventana de mi madre estaba iluminada por el sol poniente y vibraba con destellos de todos los colores cuando mis palabras llegaban a tocar el cristal; era grande y resplandecía como un brillante irisado entre el humo, el acero y el cemento. Pero de la habitación a que pertenecía esa ventana nada podría decirse con certidumbre, sino que tal vez era una mezcla de muchas habitaciones, de todas en las que ella se sentó alguna vez a mirar por la ventana.
Desde un criterio puramente geográfico, pienso ahora, que estoy despierta y miro en esa dirección, que sería lógico localizarla en Long Island o Queens, pero no. Estaba mucho más allá, en ese más allá ilocalizable adonde precisamente ponen proa los ojos de todas las mujeres del mundo cuando miran por una ventana y la convierten en punto de embarque, en andén, en alfombra mágica desde donde se hacen invisibles para fugarse.
Nadie puede enjaular los ojos de una mujer que se acerca a una ventana, ni prohibirles que surquen el mundo hasta confines ignotos. En todos los claustros, cocinas, estrados y gabinetes de la literatura universal donde viven mujeres existe una ventana fundamental para la narración, de la misma manera que la suele haber también en los cuartos inhóspitos de hotel que pintó Edward Hopper y en las estancias embaldosadas de blanco y negro de los cuadros flamencos. Basta con eso para que se produzca a veces el prodigio: la mujer que leía una carta o que estaba guisando o hablando con una amiga mira de soslayo hacia los cristales, levanta una persiana o un visillo, y de sus ojos entumecidos empiezan a salir enloquecidos, rumbo al horizonte, pájaros en bandada que ningún ornitólogo podrá clasificar, cazar ningún arquero ni acariciar ningún enamorado y que levantan vuelo hacia el reino inconcreto del que sólo se sabe que está lejos, que no lo ha visto nadie y que acoge a todos los pájaros ateridos y audaces, brindándoles terreno para que hagan su nido en él unos instantes.
Mi madre siempre tuvo la costumbre de acercar a la ventana la camilla donde leía o cosía, y aquel punto del cuarto de estar era el ancla, era el centro de la casa. Yo me venía allí con mis cuadernos para hacer los deberes, y desde niña supe que la hora que más le gustaba para fugarse era la del atardecer, esa frontera entre dos luces, cuando ya no se distinguen bien las letras ni el color de los hilos y resulta difícil enhebrar una aguja; supe que cuando abandonaba sobre el regazo la labor o el libro y empezaba a mirar por la ventana, era cuando se iba de viaje. “No encendáis todavía la luz -decía-, que quiero ver atardecer.” Yo no me iba, pero casi nunca le hablaba porque sabía que era interrumpirla. Y en aquel silencio que caía con la tarde sobre su labor y mis cuadernos, de tanto envidiarla y de tanto mirarla, aprendí no sé cómo a fugarme yo también. Luego entraba alguien, daba la luz y reaparecían los perfiles cotidianos. “Bueno, habrá que correr las cortinas”, decía ella, como despertando.
Pero en la sonrisa especial que dulcificaba su expresión se le notaba lo lejos que había estado, lo mucho que había visto. Y daban ganas de arrodillarse a su lado para ayudarle a abrir las maletas, de preguntarle: “¿Qué regalo me traes?”.
Y seguro que, antes de conocerla yo, viajó por la ventana mucho más todavía. En aquel tiempo -tan novelesco para mí- de su juventud y de su infancia, desde aquellos espacios interiores que yo no conocí, seguro que algún día tuvo que llegar hasta el mismo Nueva York; un viaje arriesgado para la época, si se parte de Orense, Allariz, Cáceres, La Coruña, Madrid o Salamanca, entre dos luces, al atardecer, dejando atrás espejos, consolas, costureros, cacharros de cocina, sofás y aparadores de la casa propia o de algún pariente donde se han ido a pasar las vacaciones de verano y cuyos rincones aún pueden columbrarse en viejas fotografías. ¡Adiós! Y ahí se quedan las primas feas y la abuela y Pilar Prieto y la tía Pepa y las señoritas de Nicolau; me voy a América, ¡adiós!
Su padre era catedrático de Geografía y en la casa había muchos atlas. “Mira América qué grande –le diría alguna vez-, cuánto espacio abarca. Y eso tan chiquitito es Nueva York, con dos ríos, el Hudson y el East River.” Y ella se quedaría mirando a la ventana. ¡Perderse en Nueva York, la ciudad del dinero y de los rascacielos, del incipiente cine, la ciudad de los sueños! ¿Cómo no iba a llegar mi madre a Nueva York en alguna de aquellas excursiones de joven ventanera, alimentada de novelas exóticas?
Claro que llegaría en alguna ocasión; y ese día, el que fuera, los pájaros errantes de sus ojos construirían aquí un nido de cristal tan secreto, tan raro y tan perenne que hasta ayer por la noche nadie había dado con él. ¡Pues anda que no había camino, vericueto y laberinto para llegar a eso que se produjo anoche, a esa emisión cifrada de señales entre mi madre y yo, de su ventana a la mía! Y por eso era el júbilo del sueño. Ahora lo he entendido.

CARMEN MARTÍN GAITE (1925-2000)


ELEGIDO POR ANA CABELLO Y GLORIA GARCÍA

31.1.10

EL CUENTO DE FEBRERO

Vivir juntos

Cuenta una leyenda de los indios sioux que, cierta vez, Toro Bravo y Nube Azul llegaron cogidos de la mano a la tienda del viejo hechicero de la tribu y le pidieron:
-Nosotros nos amamos y vamos a casarnos. Pero nos amamos tanto que queremos un consejo que nos garantice estar para siempre
juntos, que nos asegure estar uno al lado del otro hasta la muerte. ¿Hay algo que podamos hacer?
Y el viejo, emocionado al verlos tan jóvenes y tan apasionados, les dijo:
-Haced lo que pueda ser hecho, aunque sean tareas muy difíciles. Tú, Nube Azul, debes escalar el monte al norte de la aldea solo con una red, cazar el halcón más fuerte y traerlo aquí, con vida, hasta el tercer día después de la luna llena. Y tú, Toro Bravo, debes escalar la montaña del trueno; allá encima encontrarás a la más brava de todas las águilas. Solamente con una red deberás atraparla y traerla para mí, viva.
Los jóvenes se abrazaron con ternura y luego partieron para cumplir con la misión.
Cuando regresaron, el viejo sacó de las bolsas los ejemplares que les había pedido y constató que eran verdaderamente hermosos.
-Y ahora ¿qué debemos hacer? –le preguntaron los jóvenes.
-Tomad las aves y amarradlas una a otra por las patas con esas cintas de cuero. Cuando estén atadas, soltadlas para que vuelen libres.

Ellos hicieron lo que les fue ordenado y soltaron los pájaros. El águila y el halcón intentaron volar, pero apenas consiguieron dar saltos por el terreno.
Minutos después, irritadas por la imposibilidad de volar, las aves comenzaron a agredirse una a otra, picándose hasta lastimarse.
Entonces, el viejo dijo:
-Jamás olvidéis lo que estáis viendo. Y este es mi consejo: vosotros sois como el águila y el halcón. Si estuvierais amarrados uno a otro, aunque fuera por amor, no solo viviríais arrastrándoos, sino también, más tarde o más temprano, comenzaríais a haceros daño uno a otro. Si queréis que el amor entre vosotros perdure, volad juntos, pero jamás amarrados.
ANÓNIMO

ELEGIDO POR GLORIA GARCÍA

8.1.10

EL CUENTO DE ENERO

SI LOS TIBURONES
FUESEN HOMBRES
— Si los tiburones fueran hombres — preguntó al señor K. la hija pequeña de su patrona—, ¿se portarían mejor con los pececitos?
— Claro que sí — respondió el señor K.—. Si los tiburones fueran hombres, harían construir en el mar cajas enormes para los pececitos, con toda clase de alimentos en su interior, tanto plantas como materias animales. Se preocuparían de que las cajas tuvieran siempre agua fresca y adoptarían todo tipo de medidas sanitarias. Si, por ejemplo, un pececito se lastimase una aleta, en seguida se la vendarían, de modo que el pececito no se les muriera prematuramente a los tiburones. Para que los pececitos no se pusieran tristes habría, de cuando en cuando, grandes fiestas acuáticas, pues los pececitos alegres tienen mejor sabor que los tristes. También habría escuelas en el interior de las cajas. En esas escuelas se enseñaría a los pececitos a entrar en las fauces de los tiburones. Estos necesitarían tener nociones de geografía para mejor localizar a los grandes tiburones, que andan por ahí holgazaneando. Lo principal sería, naturalmente, la formación moral de los pececitos. Se les enseñaría que no hay nada más grande ni más hermoso para un pececito que sacrificarse con alegría; también se les enseñaría a tener fe en los tiburones, y a creerles cuando les dijesen que ellos ya se ocupan de forjarles un hermoso porvenir. Se les daría a entender que ese porvenir que se les auguraba sólo estaría asegurado si aprendían a obedecer. Los pececillos deberían guardarse bien de las bajas pasiones, así como de cualquier inclinación materialista, egoísta o marxista. Si algún pececillo mostrase semejantes tendencias, sus compañeros deberían comunicarlo inmediatamente a los tiburones. Si los tiburones fueran hombres, se harían naturalmente la guerra entre sí para conquistar cajas y pececillos ajenos. Además, cada tiburón obligaría a sus propios pececillos a combatir en esas guerras. Cada tiburón enseñaría a sus pececillos que entre ellos y los pececillos de otros tiburones existe una enorme diferencia. Si bien todos los pececillos son mudos, proclamarían, lo cierto es que callan en idiomas muy distintos; por eso jamás logran entenderse. A cada pececillo que matase en una guerra a un par de pececillos enemigos, de esos que callan en otro idioma, se les concedería una medalla al valor y se le otorgaría además el título de héroe. Si los tiburones fueran hombres, tendrían también su arte. Habría hermosos cuadros en los que se representarían los dientes de los tiburones en colores maravillosos, y sus fauces como puros jardines de recreo en los que da gusto retozar. Los teatros del fondo del mar mostrarían a heroicos pececillos entrando entusiasmados en las fauces de los tiburones, y la música sería tan bella que, a sus sones, arrullados por los pensamientos más deliciosos, como en un ensueño, los pececillos se precipitarían en tropel, precedidos por la banda, dentro de esas fauces. Habría así mismo una religión, si los tiburones fueran hombres. Esa religión enseñaría que la verdadera vida comienza para los pececillos en el estómago de los tiburones. Además, si los tiburones fueran hombres, los pececillos dejarían de ser todos iguales como lo son ahora. Algunos ocuparían ciertos cargos, lo que los colocaría por encima de los demás. A aquellos pececillos que fueran un poco más grandes se les permitiría incluso tragarse a los más pequeños. Los tiburones verían esta práctica con agrado, pues les proporcionaría mayores bocados. Los pececillos más gordos, que serían los que ocupasen ciertos puestos, se encargarían de mantener el orden entre los demás pececillos, y se harían maestros u oficiales, ingenieros especializados en la construcción de cajas, etc. En una palabra: habría por fin en el mar una cultura si los tiburones fueran hombres.

Bertolt Brecht (1898-1956)

29.11.09

EL CUENTO DE DICIEMBRE

MANOS
En el siglo XV, en una pequeña aldea cercana a Nüremberg, vivía una familia con varios hijos. Para poner pan en la mesa para todos, el padre trabajaba casi 18 horas diarias en las minas de carbón, y en cualquier otra cosa que se le presentara. Dos de sus hijos tenían un sueño: querían dedicarse a la pintura. Pero sabían que su padre jamás podría enviar a ninguno de ellos a estudiar a la Academia. Después de muchas noches de conversaciones calladas, los dos hermanos llegaron a un acuerdo. Lanzarían al aire una moneda y el perdedor trabajaría en las minas para pagar los estudios al que ganara. Al terminar sus estudios, el ganador pagaría entonces las clases al que quedara en casa con la venta de sus obras. Así, los dos hermanos podrían ser artistas. Lanzaron al aire una moneda un domingo al salir de la iglesia. Uno de ellos, llamado Albretch Durero (o Albretch Dürer, en alemán), ganó y se fue a estudiar a Nüremberg. Entonces, el otro hermano, Albert, comenzó el peligroso trabajo en las minas, donde permaneció los siguientes 4 años para sufragar los estudios de su hermano que, desde el primer momento, fue toda una sensación en la academia.
Los grabados de Albretch, sus tallados y sus óleos llegaron a ser mucho mejores que los de muchos de sus profesores, y para el momento de su graduación, ya había comenzado a ganar considerables sumas con las ventas de su arte.
Cuando el joven artista regresó a su aldea, la familia Durero se reunió para una cena festiva en su honor. Al finalizar la memorable velada, Albretch se puso de pie en su lugar de honor en la mesa y propuso un brindis por su hermano querido, que tanto se había sacrificado trabajando en las minas para hacer sus estudios una realidad. Y dijo:
-Ahora, hermano mío, es tu turno. Ahora puedes ir a Nüremberg a perseguir tus sueños, que yo me haré cargo de todos tus gastos.
Todos los ojos se volvieron llenos de expectación hacia el rincón de la mesa que ocupaba su hermano. Pero este, con el rostro empapado en lágrimas, se puso de pie y dijo suavemente:
-No, hermano, no puedo ir a Nüremberg. Es muy tarde para mí. Estos cuatro años de trabajo en las minas han destruido mis manos. Cada hueso de mis dedos se ha roto al menos una vez, y la artritis en mi mano derecha ha avanzado tanto que hasta me costó trabajo levantar la copa durante tu brindis. No podría trabajar con delicadas líneas el compás o el pergamino, y no podría manejar la pluma ni el pincel. No, hermano, para mí ya es tarde. Pero soy feliz de que mis manos deformes hayan servido para que las tuyas ahora hayan cumplido su sueño.
Más de 450 años han pasado desde ese día. Hoy los grabados, óleos, acuarelas, tallas y demás obras de Albretch Durero pueden ser vistos en museos alrededor de todo el mundo. Pero seguramente usted, como la mayoría de las personas, solo recuerde uno. Seguramente hasta tenga uno en su oficina o en su casa. Es el que un día, para rendir homenaje al sacrificio de su hermano, Albretch Durero dibujó: las manos maltratadas de su hermano, con las palmas unidas y los dedos apuntando al cielo. Llamó a esta poderosa obra simplemente Manos, pero el mundo entero abrió de inmediato su corazón a su obra de arte y se le cambió el nombre a la obra por el de Manos que oran.
La próxima vez que veas una copia de esta obra, mírala bien. Y ojalá que sirva para que, cuando te sientas demasiado orgulloso de lo que haces y muy pagado de ti mismo, recuerdes que en la vida ¡nadie nunca triunfa solo!
ELEGIDO POR Mª JOSÉ ZURITA

29.10.09

EL CUENTO DE NOVIEMBRE


Historia Universal

Al principio, la Tierra estaba llena de fallos y fue una ardua tarea hacerla más habitable. No había puentes para atravesar los ríos. No había caminos para subir a los montes. ¿Quería uno sentarse? Ni siquiera un banquillo, ni sombra. ¿Se moría uno de sueño? No existían las camas. Ni zapatos ni botas para no pincharse los pies. No había gafas para los que veían poco. No había balones para jugar un partido; tampoco había ni ollas ni fuego para cocer los macarrones; es más, mirándolo bien, tampoco había macarrones. No había nada de nada. Cero tras cero y basta. Solo estaban los hombres, con dos brazos para trabajar, y así se pudo poner remedio a los fallos más grandes. Pero todavía quedan muchos por corregir: ¡arremangaos, que hay trabajo para todos!

GIANNI RODARI (1920-1980)
Cuentos por teléfono

ELEGIDO POR PILAR MARTÍNEZ

5.10.09

EL CUENTO DE OCTUBRE


Con lo que pasa es nosotras exultantes. Rápidamente del posesionadas mundo estamos hurra. Era un inofensivo aparentemente cohete lanzado Cañaveral americano Cabo por los desde. Razones se desconocidas por órbita de la desvió, y probablemente algo al rozar invisible la tierra devolvió a. Cresta nos cayó en la paf, y mutación golpe entramos de. Rápidamente la multiplicar aprendiendo de tabla estamos, dotadas muy literatura para la somos de historia, química menos un poco, desastre ahora hasta deportes, no importa pero: de será gallinas cosmos el, carajo qué.

JULIO CORTÁZAR (1914-1984)
ELEGIDO POR GLORIA GARCÍA

27.9.09

EL CUENTO DE SEPTIEMBRE

Todo lo Contrario

Veamos, dijo el profesor: - ¿Alguno de ustedes sabe que es lo contrario de "in"?
- "¡Out!", respondió prestamente un alumno.

- No es obligatorio pensar en inglés. En español, lo contrario de "in", como prefijo privativo, claro, suele ser la misma palabra, pero sin esa sílaba.

- Sí ya sé, profesor: Insensato - sensato, indócil y dócil.

- Parcialmente correcto; no olviden muchachos que lo contrario del invierno no es el vierno, sino el verano.- No se burle, profesor...

- Vamos a ver... ¿Sería usted capaz de formar una frase más o menos coherente con palabras que si son despojadas del prefijo "in" no confirman la ortodoxia gramatical?

- Probaré.... Aquel dividuo me molestó sus cógnitas. Se sintió dulgente, pero dómito. Hizo ventario de las famias, con que tanto lo habían cordiado, y aunque se resignó a mantenerse cólume, así y todo en las noches padecía de somnios ya que le preocupaban la flación y su cremento.

El profesor admitió sin euforia:- Sulso, pero pecable.

MARIO BENEDETTI (1920-2009)
ELEGIDO POR ANA CABELLO